Por Wendy Castañeda
El COVID-19 revolucionó nuestra realidad y esa “normalidad” que deseamos recuperar tal vez no volvamos a vivirla, al menos no hasta que nos adaptemos, haya una cura o bien, antes de que aparezca (o no) un nuevo virus.
Las experiencias derivadas de ello están modificando nuestras manifestaciones culturales y aun cuando el impacto es cercano, pareciera que no lo queremos ver por miedo a admitir que sucede, porque esto implica cambiar nuestras creencias y dinámicas individuales y sociales, es decir, lo que nos da identidad.
En ese contexto, está la muerte, la cual hoy se enfrenta a la volatilidad del Coronavirus; este hecho determina el cómo ya comenzamos a vivir desde otra óptica los rituales alrededor de los funerales, ellos están cambiando, sólo que seguimos resistentes ante la idea de más pérdidas.
Mictlantecuhtli y el Mictlán nos siguen construyendo
Así es, nuestro vínculo con la muerte está enraizado en lo más profundo, encriptado en el ADN, un tanto porque estamos enamorados del misticismo y el espíritu de celebración asociado a la muerte. Por lo anterior, rechazamos cualquier ajuste a nuestros rituales porque no queremos que los significados sean trastocados, deseamos mantenerlos intactos, porque es mejor avanzar sin perder y, además, la pandemia ya nos arrebató lo suficiente.
Coronavirus 1 – Muerte 0
Más allá de la relación tan intrínseca entre el COVID-19 y la muerte, el efecto colateral es lo que nos tiene en un estado de negación. No supimos entender que las reglas de higiene y sana distancia también impactarían nuestra interrelación con la “huesuda”, por lo que los ajustes que más nos están costando reapropiar son los siguientes:
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La imposibilidad de no volver a ver ni tocar.
Los protocolos que se siguen en las instituciones limitan el que los cuerpos sean entregados en físico, al ser cremados de inmediato o bien, al solicitar a las empresas funerarias que lo hagan como normatividad, inclusive si la familia no lo autoriza.
Este tipo de acciones generan rechazo por tres razones. La primera, basada en la creencia religiosa, en la que se espera regresar a la tierra para convertirse en polvo nuevamente. En segunda instancia está lo relacionado con nuestro sospechosísmo activo que nos lleva a cuestionarnos si es nuestro familiar el que nos está siendo entregado o no (tráfico de órganos, extracción de líquidos y “ocultamiento de negligencias médicas”).
Y finalmente, el ritual de velación, que nos obliga a darle un último adiós, de cuerpo presente con los más cercanos. En este sentido, hay una obligatoriedad de estar en contacto con el cuerpo, para verle, tocarle, expresarle nuestro pesar, cantarle, rezarle y hasta tomarle fotos, porque necesitamos extender la despedida lo más que se pueda.
Tan solo pensemos lo que ha pasado en Chiapas ante este tipo de restricciones. Hace unos días, una comunidad incendió un hospital ante la negativa de la entrega de un cuerpo sin cremar.
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Ahora si el ritual se vistió de luto.
Somos una cultura que celebra hasta la muerte, por ello es común que el funeral esté ataviado de comida, bebida y música porque se vale consentir al finado y apaciguar la pérdida a través de la abundancia, aun en la carencia. Este ambiente festivo puede convertirse en un homenaje post mortem a las hazañas y enseñanzas con más faramalla como balazos al aire, fuegos artificiales, cierre de calles, etc.
“Mis empleados se están cuidando mucho porque ya les dije que, si les da COVID, no van a poder regresar a su pueblo y pues no van a poderles hacer la fiesta, ellos son de Oaxaca”.
Pero tras los efectos de la pandemia, la celebración ha tenido que controlarse; algunos han optado por digitalizar cada proceso (misas, rosarios, cortejo fúnebre, etc.) como una alternativa que da vida al ritual y no nos aleja de la idea de pérdida; aunque eso no significa que todos quieran abandonar la forma en que conectan con la muerte, la renuencia está presente.
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La colectividad ya no nos contiene.
Uno de los cambios más bruscos emocionalmente tiene que ver con la falta de aliados para sopesar la pérdida. Así es, el que los funerales estén acotados a un número (ya sea en casa o en funerarias) hace sentir que la pérdida realmente nos golpea.
No hay contención, no hay abrazos y tal vez esto se vuelva una regla permanente si la pandemia no cesa o si en el futuro hay nuevos brotes.
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No hay tiempo para la emocionalidad.
La rapidez de estos eventos no permite que haya un proceso de asimilación. Te mueres, te creman, no hay velación, ni despedida, ni rezos. Esto en suma al estado emocional producto de la pandemia, nos deja con mayor rezago de tristeza e incluso de enojo y miedo.
Tal vez estos rituales vuelvan a tomar su cauce en el futuro, pero eso no deja abierta la posibilidad de que estos ajustes sean parte de nuestra “nueva normalidad realidad”, porque hasta hoy la readaptación no ha dado los resultados, las cifras van en aumento y las contradicciones gubernamentales siguen latentes. Frente a ello, los que rodeamos a quienes “se adelanten” tendremos que adaptarnos a lo hay, incluso si eso contradice nuestras creencias y últimos deseos.