Es una costumbre, quizá vicio de la industria, procurar que la investigación se haga en circunstancias normales, controlables, sin anomalías ni sesgos que puedan desviar nuestros datos. Bajo esta óptica de control, los cambios en el contexto se entienden como eventos que provisionalmente distorsionan la normalidad, como interferencias o alteraciones que arrebatan la predictibilidad de los comportamientos que por tantos años hemos monitoreado.
Cuando inició la pandemia platicamos con muchas empresas sobre la viabilidad de hacer investigación “en cuarentena”. ¿Aplicarían los resultados para una realidad normal posterior? Muchos temían obtener respuestas pasajeras que pudieran ser inservibles o engañosas en el futuro. Nosotros mismos nos cuestionábamos el impacto que tendría la anormalidad en las interacciones. Sabíamos, por crisis anteriores, que cuando el contexto cambia las personas manifiestan necesidades antes tibias o inmaduras. Aún así, desconocíamos hasta qué punto COVID-19 se comportaría igual.
Observábamos un mexicano más voluble que en otras crisis, con cambios emocionales acentuados, pero, sobre todo, con una extraordinaria sensibilidad. La pandemia había traído caos y cambio no sólo a las empresas, sino también a la vida de las personas comunes. A mí, su, nuestra vida. Hizo visibles tensiones (bastante viejas) con las que ya lidiábamos los mexicanos añísimos atrás y se subrayaron temas que un contexto controlado de investigación jamás hubiera evidenciado su justa dimensión. La confusión creada por la pandemia creó la ventana perfecta para entender a ciudadanos, audiencias y consumidores desde su propia agenda.
Conoce a través de nuestra serie de entregas los temas que brotaron libremente desde la agenda de los mexicanos.